Diagnósticos tempranos que “sellan” la vida, niños medicalizados por “trastornos de conducta”, biologización del sufrimiento psíquico y borramiento de las determinaciones intersubjetivas caracterizan esta época en relación a la salud mental infantil.
Niños desatentos, niños que no hablan, niños que se mueven sin rumbo, niños desafiantes… nos interpelan y muchas veces son silenciados con diferentes métodos.
Muchos niños vienen ya con un “diagnóstico”, realizado por profesionales, padres o maestros. Es decir, no se consulta con preguntas sino con supuestos saberes adquiridos por el discurso de otros profesionales o por la consulta a internet.
Pero sabemos que un “sello” no es inocuo, que un niño se constituye a partir de la imagen que los otros le devuelven, que tenemos que ser muy cuidadosos para no fijar como estable un tipo de funcionamiento que puede ser transitorio o que podemos modificar con el trabajo analítico.
Esto nos obliga a realizar un primer movimiento que supone instaurar dudas allí donde había certezas, generar preguntas y posibilitar de ese modo una transformación en la imagen de sí mismo (constituida en gran medida a partir de la mirada de los otros).
Muchas veces, los padres se encuentran con nosotros después de un largo peregrinaje en el que han recurrido a diferentes profesionales, intentando modificar cada una de las dificultades de ese niño, generalmente como si fuera un conjunto de piezas en el que hay que arreglar cada una por separado.
Se les dieron diagnósticos, a veces el niño fue medicado… pero algo insistió. Y piden ser escuchados de otro modo.
Hay una distancia considerable entre el reconocimiento de las influencias recíprocas y las correspondencias entre los sistemas neurobiológico y psíquico, y la implementación de acciones correctivas a nivel biológico. Al quedar la biología como verdad última y definitiva, relega a un segundo plano a los otros modos de comprensión del problema y de su sentido. Se pierde de este modo lo que hace a la peculiaridad particular de lo psíquico y sus determinaciones.
En muchos casos una indicación conductual tiene el mismo efecto: borra las preguntas sobre las determinaciones y anula los matices, obturando la posibilidad de pensar la complejidad.
Sabemos que pensar los avatares de la infancia es casi imposible sin situarla en un contexto. Los niños están sujetos a modelos socio-culturales que marcan fuertemente su subjetividad.
Las condiciones socio-culturales:
Entre las condiciones socio-culturales es fundamental tener en cuenta la idea generalizada de un hombre tipo máquina, que tiene que producir antes que nada. Esto lleva a que el sufrimiento, la infelicidad, la tristeza, aparezcan como problemas, en tanto la persona triste no puede producir ni consumir como se esperaría.
El otro punto es la desmentida de la diferencia niño-adulto, en tanto se considera al niño como alguien que tiene que mostrar de muy pequeño todas sus capacidades, adaptándose armoniosamente a las exigencias de cada momento. Como los niños responden de modos imprevistos, padres y maestros suelen estar desconcertados frente a conductas diferentes a las esperadas. Se desmiente así la infancia como un tiempo de cuentos, juegos y descubrimientos cotidianos.
El predominio del lenguaje visual sobre el verbal también crea una serie de interrogantes.
Así, los cuentos han perdido valor. La televisión, los videos, ocupan el lugar de los relatos. Pero hay diferencias. Las palabras son un tipo de representación que permite traducir pensamientos y afectos, de modo que puedan ser compartidos, respetando secuencias. Los cuentos permiten ligar las huellas de vivencias, armando mitos que pueden ser re-creados y modificados, dando lugar a la imaginación.
Padres desbordados, que se presentan diciendo “No doy más, no sé qué hacer”, y niños que sufren en un mundo en el que hay poco espacio para desplegar el sufrimiento y que se mueven sin rumbo, gritan, exigen, y a la vez se odian por necesitar al otro, como si tendiesen a anular aquello que les marca la dependencia.
En esas condiciones, los niños van haciendo el recorrido que pueden, entre su historia, la de sus antepasados, las urgencias internas y externas, los vínculos cercanos y el medio socio-cultural en el que les tocó vivir.
Cuando lo que hacen los profesionales es patologizar y medicalizar, sin tener en cuenta las vicisitudes particulares de la constitución subjetiva y se desestiman las peculiaridades de cada historia, se replica el movimiento desubjetivante.
Frente a esto, es muy importante implementar intervenciones que posibiliten el despliegue de la subjetividad y devolver una mirada que reinstale el tiempo de la infancia como un tiempo de transformaciones.
Resumiendo:
El sufrimiento humano se ha transformado en un reducto de la biología, medicalizando la vida cotidiana.
Se niegan las determinaciones históricas de ese sufrimiento, lo que produce una desubjetivación del ser humano, en tanto se elimina el factor intersubjetivo en su estructuración.
Se supone que todos debemos ser engranajes dentro de una maquinaria al servicio de los intereses de pocos.
Se considera que todo niño tiene que ser un gran consumidor y un futuro productor y se lo empuja a un supuesto “éxito”, desvalorizando el juego como actividad central de ese momento de la vida.
Cuestionarios y protocolos son utilizados para “medir” y “catalogar” a los niños desde edades muy tempranas. Así, muchos niños entre 2 y 5 años son diagnosticados como “TEA” por tests que los desconocen como niños. Se les pide que entren solos a las entrevistas a niños de 2 y 3 años, se les dan consignas a niños pequeños que no entienden por qué tienen que responder frente a un extraño, se miden sus conductas como si fueran máquinas y no seres humanos….
Cuando un niño llega al consultorio y nos presentamos y le explicamos quiénes somos y le preguntamos qué es lo que él quisiera cambiar, qué es lo que no le gusta de lo que le pasa, si piensa que lo podemos ayudar en algo de eso, le estamos dando de entrada un lugar como sujeto. Así, lo ubicamos como alguien que puede decir sobre su sufrimiento, tenga la edad que tenga y del modo en que pueda, y esto implica una intervención subjetivante, porque le devolvemos el lugar de ser humano que padece y a quien no conocemos de antemano.
Instauramos dudas allí donde había certezas, generamos preguntas y posibilitamos de ese modo una transformación en la representación que los padres y el niño mismo tienen.
Construimos una historia, posibilitamos mediatizaciones, facilitamos armado fantasmático. Estas son intervenciones en las que ubicamos al otro como siendo un semejante diferente.
Podemos realizar intervenciones en las que algo nuevo se construya, nuevos espacios psíquicos, en tanto trabajamos con un psiquismo que, a la vez que está sujeto a la repetición de su historia, está en plena construcción.
Cuando tenemos en cuenta su sufrimiento, cuando lo pensamos con posibilidades abiertas y no le pronosticamos un futuro aciago a los dos años, estamos oponiéndonos al intento tan frecuente en estas épocas de catalogar a todos en momentos muy tempranos de la vida.
El psicoanálisis tiene como fundamento la escucha del sufrimiento del otro, la consideración del otro como sujeto e intervenciones que supongan el despliegue de posibilidades que han quedado obturadas o que no se pudieron constituir. Por eso, en los niños hablamos muchas veces de intervenciones estructurantes, que posibiliten constitución psíquica.
Ser los que cuestionamos y nos cuestionamos, ubicando al otro como un par con el que se puede realizar una aventura interesante.
En el terreno de la clínica con niños, resistir a los mandatos de época supone que todo niño sea ubicado en una historia y en un contexto familiar y social y que haya proyectos, sueños y esperanzas que lo lancen hacia un futuro.
Apostar a la esperanza y el cambio es lo opuesto a estigmatizar, a confundir el sufrimiento psíquico con el “ser”, a ubicar a alguien como discapacitado.
Beatriz Janin